martes, 16 de junio de 2015

EVOLUCIÓN, SALUD Y NUTRICIÓN I



Hace 5 millones de años, nuestros antecesores los Ardipithecus ramidus vivían en bosques tropicales, dónde la comida abundaba. Comían cuando tenían hambre y dejaban de comer cuando se saciaban.
Su alimentación era principalmente basada en hidratos de carbono provinentes de frutas, vegetales y plantas de bajo aporte calórico. Para poder aportar la energía necesaria para sobrevivir de alimentos vegetales de bajo contenido energético, su sistema digestivo era muy largo y tenía unas características particulares: su intestino grueso formaba el 45% de todo el tracto digestivo, dónde la flora bacteriana podía fermentar la fibra de los vegetales, pudiendo aportar a partir de éste proceso hasta el 50% de la energía diaria requerida. Los Ardipithecus ramidus tenían una alta sensibilidad a la insulina, por lo que pocos minutos después de comer sus niveles de glucosa en sangre volvía a la normalidad. Los vegetales eran descompuestos en el sistema digestivo y aumentaban la glucosa en sangre después de ser ingeridos, y rápidamente provocaban la liberación de insulina para almacenar dicha glucosa en las células musculares, hepáticas y tejido graso, aunque como vivían en un ambiente de comida abundante, etc. apenas habían desarrollado la capacidad de almacenar energía en forma de grasa. Complementaban su dieta con algunos insectos y pequeños reptiles y tenían una vida activa. Los Ardipithecus ramidus ya desarrollaron un sistema de lucha-huída imprescindible para la supervivencia. Cualquier peligro percatado disparaba la producción de adrenalina, noradrenalina, cortisol, etc. hormonas que movilizaban las reservas de energía, aumentaban el aporte de oxígeno a los músculos, etc. para poder luchar-huir. Actualmente, aún mantenemos éste sofisticado sistema de alarma y aunque los motivos son diferentes (pagar una hipoteca, aprobar unos exámenes, poseer bienes materiales, etc.), se siguen liberando hormonas que aumentan la glucemia, aceleran el pulso y la frecuencia respiratoria, etc. Ésta respuesta es la que hoy en día conocemos como respuesta al estrés, que nos permite afrontar los retos del día a día. En caso de que los mecanismos corporales no puedan reducir la alarma, éste estrés se puede convertir en distrés y tener efectos nefastos sobre la salud. Es evidente que muchas de las alarmas actuales no pueden ser solucionadas rápidamente, por lo que aparecen patologías producidas, en parte, por una activación excesiva e inadecuada de nuestros sistemas de luchas-huida.

Un millón y medio de años más tarde, empezó una época de enfriamiento global del planeta y el entorno fue modificándose. Empezaron a aparecer las necesidades de recorrer grandes distancias para encontrar alimento y para sobrevivir tuvieron que desarrollar adaptaciones anatómicas y metabólicas.

Aquí empieza la historia de los Australopithecus afarensis. Eran bípedos con brazos largos, pero podían recorrer grandes distancias andando gastando menos energía que a cuadrupédia. La posición bípeda les permitía alertar peligros a mayor distancia y termo regulaban mejor que sus ancestros. A diferencia del entorno abundante en comida que disfrutaron los Ardipithecus ramidus, los Australopithecus afarensis tuvieron que adaptarse a situaciones energéticamente pobres. Tenían que recorrer grandes distancias para poder conseguir alguna raíz o fruta, y su gasto energético se multiplicó debido al aumento del ejercicio físico. Su alimentación seguía siendo básicamente formada por vegetales, pero no podía ser que la energía gastada para conseguir comida fuera menor que la que aportada por los alimentos encontrados. Por ello, cuando encontraban comida se atiborraban con la intención de almacenar toda la energía posible. Sin ninguna duda, se enfrentaban a un hecho hasta ahora desconocido: el hambre. Los músculos perdieron sensibilidad a la insulina (resistencia a la insulina), para que después de comer se produjera un aumento de la glucemia que se almacenaba principalmente en el hígado y la grasa. Éste aumento de la glucémia, provocó que el Australopithecus afarensis tuviera que liberar mucha más insulina que su antepasado Ardipithecus (que disponían de una elevada sensibilidad y con poca insulina ya captaban la glucosa en el músculo). Ésta peor captación de la glucosa por el músculo, junto con un aumento de la liberación de insulina favorecía que la mayor parte de los hidratos de carbono consumidos fueran almacenados en forma de grasa. Desarrollaron el Genotipo Ahorrador. Cuando conseguimos almacenar suficiente grasa corporal, estas reservas adiposas liberan una hormona llamada Leptina, que informa al cerebro de que hay suficiente energía e induce a la saciedad. Los Australopithecus afarensis pudieron haber desarrollado una resistencia a la acción de la Leptina sobre el cerebro, y así poder retrasar la sensación de saciedad y almacenar una mayor cantidad de energía. Es lo que actualmente conocemos como Resistencia a la Leptina.

Tanto la Resistencia a la Insulina, como la Resistencia a la Leptina son mecanismos que han supuesto una ventaja evolutiva para nuestros ancestros. En la actualidad, el entorno es completamente diferente: existe abundancia energética y apenas tenemos que movernos para conseguir la comida. Dichos mecanismos, desarrollados hace millones de años, se encuentran “almacenados” en nuestro código genético. Pero por suerte nuestro ADN no es nuestro destino. En los últimos años se ha observado como el entorno puede influenciar la activación o el silencio de dichos genes, por lo que dos personas gemelas, con un genoma idéntico pero sometidas a un ambiente diferente, pueden desarrollar enfermedades diferentes. El estrés, la alimentación y otras circunstancias pueden favorecer en momento claves de nuestro desarrollo que se activen o se mantengan silenciados estos genes.

Algunos piensan que en la biología, nada tiene sentido sin la evolución.

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